Abdullah ibn Abdulaziz Al Saud

El sexto monarca de Arabia Saudí fue entronizado en agosto de 2005 tras la muerte de su hermanastro mayor Fahd, cuyas funciones ejecutivas y gubernamentales ya venía desempeñando desde que sufriera una apoplejía en 1995. Considerado un príncipe heredero más austero y nacionalista que el mundano y prooccidental Fahd, Abdullah ha llevado las riendas del Reino, primero de hecho y luego de derecho, en una etapa crítica para esta monarquía absolutista por la irrupción violenta del terrorismo de matriz wahhabí —la doctrina sunní integrista que profesan y difunden los Saud— y las proclamas subversivas de un antiguo súbdito tristemente famoso: Osama bin Laden. Desde 2006 Abdullah ha ganado prestancia internacional por sus iniciativas para intentar pacificar una región acosada por demasiados incendios, hasta el punto de desplazar a Egipto como el principal interlocutor del mundo árabe.

(Nota de actualización: esta biografía fue publicada el 6/2/2016. Abdullah ibn Abdulaziz Al Saud falleció el 23/1/2015 a los 90 años de edad. Su sucesor como rey y primer ministro de Arabia Saudí fue su hermanastro, Salmán ibn Abdulaziz Al Saud).

1. El monarca en su contexto histórico, religioso y cultural
2. Un príncipe heredero más cercano a las causas árabes
3. Erupción de desafíos internos tras la guerra del Golfo
4. Regente de hecho por la enfermedad de Fahd e incertidumbres dinásticas
5. La dirección del Reino bajo la amenaza de Al Qaeda
6. Sucesión regia en mitad de la embestida subversiva de Osama bin Laden
7. Nuevo liderazgo en la mediación de los conflictos de Oriente Próximo


1. El monarca en su contexto histórico, religioso y cultural

Abdullah es el único hijo varón tenido por el rey Abdulaziz Al Saud (1880-1953), conocido comúnmente como ibn Saud, con Fahda bint Asi Ash Shuraim, la décima de sus 22 esposas reconocidas, hija de un jeque del clan Rashid de la influyente tribu beduina Bani Shammar, la cual se encontraba viuda —había sido esposa del emir rashidí Saud ibn Abdulaziz, asesinado en 1920— cuando fue tomada en matrimonio por el entonces emir saudí. Con dos hermanas biparentales, las princesas Nuf y Sita, el actual monarca ha tenido 44 hermanastros varones. Cinco mayores, nacidos todos de distinta madre, le han precedido sucesivamente en el trono instaurado por su padre en 1932: Saud (1953), Faysal (1964), Jalid (1975) y por último, desde 1982, el un año más joven Fahd.

Abdullah, como los demás príncipes, recibió una educación tradicional a cargo de preceptores familiares y maestros religiosos, y, según consta en las biografías al uso, sean oficiales o no, desde siempre mostró una devoción por los valores nacionales y religiosos de este Estado patrimonial y ultraconservador, inclinación más acendrada que la de otros príncipes que desarrollaron una trayectoria ligada a la ostentación material y los goces mundanos, no obstante las obligadas profesiones de fe y las expresiones de piedad islámica. Se asegura que el muchacho, al igual que su regio padre y enlazando con el estilo de vida de su familia materna, prefería pasar la mayor parte del tiempo en el desierto, entre caballos enjaezados, halcones de cetrería, camellos de carreras y tiendas de beduinos.

Para una correcta aproximación al personaje es necesario explicar las peculiaridades del entorno político, religioso y cultural al que pertenece. En el caso de Arabia Saudí, cuna del Islam, centro espiritual de los mundos árabe y musulmán y único país del mundo que porta el nombre de la familia que lo fundó y continúa rigiendo como se rige un feudo privado, el sistema político ha sido especialmente severo. Los Saud han sido desde su surgimiento en el siglo XVIII en la figura del jeque Muhammad ibn Saud, primer emir del Nejd en 1735 y fundador de la prolífica dinastía, los adalides del wahhabismo, belicosa secta fundamentalista sunní que toma el nombre de su creador, Muhammad ibn Abd al-Wahhab, un camellero de La Meca fallecido en 1787.

El wahhabismo se rebeló contra la religiosidad decadente y secularizada de los turcos otomanos, entonces custodios de las Mezquitas Santas de La Meca y Medina, con lo que el movimiento de reforma religioso adquirió desde el principio un importante tinte de emancipación política. Su ortodoxia consistía y consiste en una versión radicalizada de la escuela jurídica hanbalí, la más orientada hacia lo árabe y lo tradicional de las cuatro que florecieron en el califato abasí de Bagdad, y que fue fundada por Ahmad ibn Hanbal en el siglo IX. La escuela hanbalí prescribe que la Sharía o derecho islámico emana exclusivamente del Corán y de la Sunna, o los seis compendios de hadices atribuidos a Mahoma y sus primeros seguidores (singularizados como Hadith, los hadices son textos recopilatorios de los hechos y palabras del Profeta, que conforman la tradición y complementan el Corán). Opuesto a toda innovación racionalista, el hanbalismo/wahhabismo rechaza la mayoría de los hadices y toda la jurisprudencia (Fiqh) que no tenga una emanación nítidamente coránica o mahometana, al igual que los razonamientos jurídicos respaldados por el consenso de los creyentes (Ichma). También, prohíbe cualquier manifestación de devoción popular basada en la imaginería religiosa, por considerarla idólatra.

En la Arabia de los jinetes, caravaneros y pastores del desierto, este credo, con sus extremados rigorismo y puritanismo, impregnó de conservadurismo al Estado, organizado como una monarquía absoluta y teocrática, y a la sociedad, férreamente sometida a las prescripciones de la Sharía, a veces draconianas, sobre aspectos tales como el consumo de alcohol y tabaco, el papel pasivo y sumiso reservado a la mujer y el castigo de los delitos. En particular, se adoptó el código penal del Hadd, que prescribe la amputación de una mano por robo, la flagelación hasta el borde la muerte por beber alcohol, la lapidación por adulterio o la decapitación por las ofensas más graves. En añadidura, el Estado puesto en marcha por el rey Abdulaziz creó el denominado Comité para Fomentar la Virtud y Prevenir el Vicio, y una policía religiosa, la Mutawwain, dotada de plenos poderes para vigilar y castigar en el acto y sobre el terreno cualquier desviación coránica del ciudadano de a pie. La única faceta de la vida de los creyentes en la que el wahhabismo saudí ha mostrado liberalidad y largueza ha sido la economía privada y los negocios.

A los ojos del occidental, extraño a los particularismos culturales, morales y religiosos de una comunidad orgullosa de su pasado de hombres libres y guerreros, este sistema presenta todo el aspecto de un intolerante feudalismo medieval directamente trasladado al siglo XXI, que ejerce un control arbitrario sobre los ciudadanos y que ampara las más groseras violaciones de los Derechos Humanos. En la actualidad, continúan ejecutándose sentencias judiciales (Amnistía Internacional incluso ha constatado un aumento de las mismas en los últimos años) condenando a muchas decenas de reos a la pena capital por decapitación o a un amplio elenco de penas no mortales, como mutilaciones traumáticas y castigos corporales —latigazos—, que harían palidecer a los tribunales de justicia de los países más totalitarios.

Imperturbable ante las censuras exteriores, el régimen saudí ha descansado sobre tres pilares domésticos, de todos los cuales se aseguró su lealtad: los aproximadamente 4.000 príncipes que conforman la rama principal de la casa de Saud, los Faysal, por ser descendientes del abuelo de Abdulaziz, Faysal ibn Turki; los jefes de las tribus beduinas, los jeques y los ulema (autoridades en materia de la fe), que brindan la imprescindible legitimidad política y religiosa a falta de la sanción directa del soberano popular; y las Fuerzas Armadas, que hasta ahora han mostrado una obediencia absoluta.

El cuarto pilar del poder saudí ha sido externo: el pacto estratégico con Estados Unidos, firmado por Franklin Roosevelt e ibn Saud en febrero de 1945, por el que el Reino se comprometía a velar por los intereses políticos de la superpotencia en la región y de paso entregaba los monopolios de la explotación y la venta del petróleo descubierto hacía pocos años a sus multinacionales, con la Standard Oil Company of California (Socal) a la cabeza, a través del consorcio Arabian American Oil Company (Aramco). Luego, en un proceso pactado y por etapas que arrancó en diciembre de 1972 y que culminó en 1988 con la creación de la Saudi Arabian Oil Company (Saudi Aramco), la industria del petróleo fue totalmente nacionalizada y sus impresionantes ganancias revirtieron íntegramente al Estado, si bien Arabia Saudí siguió siendo el principal suministrador de crudo de Estados Unidos.

Tras el fabuloso enriquecimiento que produjo en una sociedad de nómadas del desierto el hallazgo y la explotación de petróleo a finales de los años treinta del siglo XX, los Saud vigilaron con especial celo que la afluencia masiva de dinero no trajera consigo modas culturales e ideas políticas de Occidente como el parlamentarismo, los partidos políticos y el Estado laico, por no hablar de la más ligera veleidad izquierdista o socializante. El resultado fue una insólita simbiosis de los rasgos más avanzados de la tecnología occidental con las costumbres ancestrales de los moradores de la península arábiga. Los ingresos obtenidos con el petróleo, durante una serie de años verdaderamente colosales, y el turismo relacionado con la peregrinación a La Meca o hadj (una de las cinco obligaciones coránicas, que todo musulmán con posibilidades debe realizar al menos una vez en la vida) posibilitaron un extremadamente generoso sistema de protección social que adormeció las aspiraciones democráticas hasta los últimos años del siglo.


2. Un príncipe heredero más cercano a las causas árabes

En la reorganización del reparto de poderes acometida en octubre de 1962, antepenúltimo año del reinado de Saud, Faysal, a la sazón de nuevo primer ministro y vencedor final de la pugna por el poder efectivo que venía sosteniendo con su hermanastro, escogió a Abdullah para un puesto de alta responsabilidad, la comandancia de la Guardia Nacional, el selectivo y poderoso instituto armado que cumplía funciones de vigilancia tanto de la seguridad, a modo de tropa pretoriana, de las 30.000 personas repartidas entre las varias ramas de la gran familia Saud, como de las tradiciones y los valores culturales del Reino. Se ha dicho que en los años cincuenta el joven Abdullah se alineó con el partido interno capitaneado por otro hermanastro, el príncipe Talal, quien defendía la sustitución de Saud en el trono por el más vigoroso Faysal. Luego, Talal se pasó al bando de Saud, pero Abdullah mantuvo su lealtad a las ambiciones de poder de Faysal, quien no se olvidó de recompensar al anterior cuando recuperó la jefatura del Gobierno en 1962.

En marzo de 1975 Jalid, catapultado al trono como consecuencia del asesinato de Faysal por un sobrino y miembro de la familia real, el emir Faysal ibn Musaid ibn Abdulaziz (según se dijo, el joven, luego ejecutado, tenía perturbadas sus facultades mentales y actuó en venganza por un agravio personal infligido por su tío, aunque también pareció existir el motivo religioso al tratarse el magnicida de un wahhabí fanático), promovió a Abdullah a la condición de tercera persona del Reino en calidad de segundo viceprimer ministro del Gobierno, secundando a Fahd. Jalid, hombre de carácter abúlico y salud quebradiza, falleció el 13 de junio de 1982 y las previsiones sucesorias se ejecutaron automáticamente: Fahd fue proclamado nuevo monarca y primer ministro, y Abdullah recibió las dos dignidades liberadas por el anterior: en el Gobierno, la vicepresidencia primera, y en la línea sucesoria de la Corona, la primacía como príncipe heredero, reteniendo de paso la comandancia de la Guardia Nacional.

Durante una década larga, Abdullah estuvo opacado por la brillantez internacional de su hermanastro. En efecto, Fahd era visto como un monarca pragmático y razonable, de carácter afable, sibarita en el disfrute de las fastuosidades cortesanas a la vez que responsable en el manejo de la formidable baza estratégica que brindaba la posesión de las mayores cuotas de producción y reservas mundiales de petróleo. Amigo de Occidente y aliado de toda confianza de Estados Unidos en la salvaguardia de unos intereses estratégicos en la región que muchas veces eran convergentes (en lo que continuó la senda trazada por el moderado Jalid), Fahd fue al mismo tiempo un espléndido patrocinador de la OLP de Yasser Arafat, un defensor de la soberanía musulmana sobre Jerusalén y un mediador perseverante en las sempiternas rencillas de los gobiernos árabes.

En cambio, del príncipe heredero los medios internacionales decían que tenía una personalidad bastante más sobria y que su vida privada presentaba menores contradicciones con la condena wahhabí del lujo y la pompa que la mayoría de los príncipes y notables del Reino. Además de austeridad e integridad, a Abdullah se le adjudicaban también pretensiones nacionalistas en el sentido de propiciar un acercamiento a los países árabes de tendencia secular y al Irán jomeinista, declarado por Fahd enemigo inveterado de Arabia Saudí por su republicanismo y por su shiísmo revolucionario. Abdullah querría impulsar esta nueva orientación incluso en detrimento de la alianza estratégica con Estados Unidos y de la complicidad con los intereses petroleros de Occidente, los cuales, obviamente, pasaban por una política de satisfacción de la demanda con precios equilibrados y a ser posible bajos, aumentando la producción saudí cuando descendía la de otros y viceversa, luego cumpliendo el arrogado papel señero en la regulación del mercado internacional de este producto vital.

Si Abdullah albergaba entonces pruritos de no ponerle las cosas sencillas a Estados Unidos en las cuestiones del petróleo y el conflicto de Oriente Próximo, entonces presentaría una analogía con su hermanastro Faysal, que se distinguió por su postura radical cuando la decisión de los países árabes de la OPEP, en octubre de 1973, de aplicar sanciones petroleras a los países occidentales proisraelíes. Emisario diplomático discreto, Abdullah asistió a Fahd en sus iniciativas conciliadoras en la región y en 1980 los medios le adjudicaron un papel fundamental en el apaciguamiento de la tensión prebélica entre Siria y Jordania, la cual era espoleada por sus respectivos apoyos a Irán e Irak, enfrentados a su vez en mortífera guerra. En 1976 el príncipe realizó su primera visita oficial a Estados Unidos e hizo la segunda en 1987, siendo recibido respectivamente por los presidentes Gerald Ford y George Bush.

La reputación de Abdullah como una especie de nacionalista antiestadounidense se mitigó a raíz de la crisis y guerra del Golfo de 1990-1991, cuando la invasión del vecino emirato de Kuwait por el Irak de Saddam Hussein arrojó a la inerme Arabia Saudí en brazos de la superpotencia americana. A Abdullah, el desafuero cometido por Saddam contra Kuwait, monarquía amiga y a cuyo emir, Jabir Al Ahmad Al Sabah, los Saud dieron hospedaje mientras duró la ocupación, y su hostilidad belicista contra la misma Arabia Saudí, asomándole sus tanques y misiles después de haberle estado sufragando una parte muy importante de su esfuerzo de guerra contra los iraníes entre 1980 y 1988, le debió parecer, más que una ingratitud, una afrenta intolerable.

Así que el príncipe heredero no vaciló en secundar a su hermanastro en la trascendental decisión, tomada inmediatamente después de consumarse la ocupación irakí de Kuwait el 2 de agosto de 1990, de autorizar el despliegue y el estacionamiento de decenas de miles de soldados estadounidenses en las áreas adyacentes a Kuwait y ribereñas del golfo Pérsico. De la noche a la mañana, el Reino se convirtió en el portaaviones de la gran coalición internacional antiirakí liderada por Estados Unidos, la cual desarrolló las operaciones militares Escudo del Desierto, para la defensa de la propia Arabia Saudí, y, desde el 15 de enero de 1991, Tormenta del Desierto, para la liberación de Kuwait. La apertura de las puertas al masivo contingente militar foráneo fue una de las decisiones más críticas adoptadas por los Saud desde la fundación del Estado y, como todo asunto de trascendencia, fue adoptada con el consenso de los príncipes más importantes.

Tal comité informal, que en el pasado fue conocido con el lapidario nombre de Aquellos que atan y desatan y que sólo en junio de 2000 se instituyó formalmente como Real Consejo de la Familia con la participación de 18 altos príncipes encargados de la vigilancia política de los dignatarios Saud, ha encarnado este peculiar sistema de poder colegiado que ha hecho de la saudí la dictadura más descentralizada y despersonalizada del mundo, donde una urdimbre de consultas horizontales sustituye a la típica verticalidad de la cadena del mando y donde los controles a las posibles arbitrariedades autoritarias del rey se efectúan desde el propio núcleo cerrado de los dirigentes. En Arabia Saudí, el monarca, que se desenvuelve como un patriarca de los suyos en lugar de como un dictador, es el cabeza de un sistema absoluto, pero él no es un dirigente absolutista. Su poder está limitado por un conjunto de centros de poder y autoridad, todos los cuáles han de ser escuchados, respetados o acatados: por una parte, la élite principesca y la familia, el Consejo de Altos Ulema, los jefes de las tribus beduinas, los tecnócratas y los empresarios; y, por otra parte, las normas del Reino, esto es, la Sharía, la tradición no escrita y todo el derecho consuetudinario.

A partir de agosto de 1990 la cerrada y estática sociedad saudí, que no había conocido un ejército de ocupación extranjero desde la expulsión de los turcos al final de la Primera Guerra Mundial, experimentó una sacudida que produjo los primeros amagos de reivindicación de reformas políticas y sociales, y, sobre todo, el alzamiento de furibundas voces contestatarias de ulema especialmente celosos y de jeques penetrados de extremismo nacionalista-religioso, los cuales acusaron de manera más o menos velada a la casa real de cometer una gran "traición" o "impiedad" al permitir la "profanación" de la tierra sagrada del Islam por los soldados occidentales, vistos en algunos casos como modernos "cruzados" invasores. Estos contestatarios consideraban que la monarquía saudí ya no era digna de portar el título religioso de Custodia de las Dos Mezquitas Santas, adoptado por Fahd en 1986 para reafirmar su autoridad frente a los intentos de Irán de instrumentar el hadj mequinense para hacer promoción del shiísmo.

El resentimiento alimentado en sectores de la élite en los ámbitos espiritual y económico, en muchos casos protagonistas de las misiones, financiadas por los Saud sin reparar en gastos para los asuntos de religión, de proselitismo wahhabí en el orbe musulmán sunní y de patrocinio de los resistentes mujahidines en Afganistán, cristalizó en una organización subversivo-terrorista de poder insospechado: la red multinacional Al Qaeda, organizada por el empresario multimillonario Osama bin Laden, un notable del Reino impregnado de ideología salafista-jihadista y bien conocido por los Saud por sus años de servicio en la jihad afgana, llamado a personalizar los serios peligros y perturbaciones en ciernes para aquellos.

Mientras financiaron a los mujahidines afganos, los Saud resguardaron su credibilidad incluso entre los militantes sunníes más radicales. También, a través de una activa diplomacia multilateral desarrollada en foros como la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), en los años ochenta Arabia Saudí se aseguró el consenso de los estados musulmanes, mientras que la Liga Islámica Mundial y otras organizaciones transnacionales que trabajaban con el mismo espíritu y difundían la ideología wahhabí en buen número de países eran colmados de emolumentos por Abdullah y sus parientes. Pero toda esta situación hubo de cambiar forzosamente tras el órdago lanzado en 1990 por Saddam Hussein contra el statu quo del golfo Pérsico y la conclusión victoriosa, más o menos por la misma época, de la jihad antisoviética en Afganistán.

De entrada, la reparación de la legalidad internacional en Kuwait en febrero de 1991 aportó un empuje a la diplomacia proárabe de los saudíes, reforzando la posición interna de quien siempre había apostado por esa línea. Abdullah, en quien los especialistas regionales detectaban una inclinación sentimental hacia el panarabismo, ideología que podía considerarse periclitada desde hacía años, fue instrumental para el refuerzo de los ya sólidos vínculos con el Egipto de Hosni Mubarak, la completa reconciliación con la Siria de Hafez al-Assad y un principio de entendimiento con el régimen de los ayatolás de Irán.

Sobre Siria, hay que explicar que durante muchos años había figurado entre los países árabes más hostiles a Riad, pero, paradójicamente, Abdullah ya venía cultivando unos lazos privados de amistad con el intrigante dictador de Damasco desde el momento en que incluyó entre sus esposas a una sirio-libanesa que no sólo procedía de la misma minoría religiosa que los Assad, la subsecta shií-ismailí de los alauís, sino que además era hermana de la esposa de Rifaat al-Assad, hermano de Hafez y considerado el número dos de la república baazista siria hasta que intentó un golpe de Estado en 1983. Dicho sea de paso, para tomar su primera esposa Abdullah había acudido a la federación tribal de los Shammar. Como su madre, la escogida fue la hija de un jeque, lo que reforzó el componente beduino de su linaje.

Colmando una ambición regional de Abdullah, tras la expulsión de los irakíes de Kuwait en 1991 Arabia Saudí, Egipto y Siria decidieron colaborar en firme para salvaguardar el equilibrio estratégico del Golfo. El príncipe heredero también trabajó hombro con hombro con Fahd para la facilitación del proceso de paz en Oriente Próximo, cuyo prólogo fue la Conferencia de Madrid de octubre y noviembre de 1991, y que por la parte palestina tomó vuelo con los acuerdos de Oslo de agosto de 1993 y la subsiguiente firma en Washington por Arafat y el primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, de la Declaración de Principios sobre el Autogobierno Interino en Cisjordania y Gaza. Abdullah, posiblemente más propalestino aún que Fahd, venía defendiendo con mucha vehemencia el arranque de un proceso de paz con Israel que desembocara, insoslayablemente, en la proclamación de un Estado palestino independiente basado sobre toda Cisjordania y con capital en Jerusalén oriental, y en el retorno de los cientos de miles de palestinos refugiados en la región a raíz de las sucesivas guerras árabe-israelíes.


3. Erupción de desafíos internos tras la guerra del Golfo

En casa, sin embargo, las ondas de choque generadas por la guerra del Golfo no hicieron sino aumentar sus embates contra el poder establecido en Riad, cuyos máximos representantes eran Fahd y Abdullah. La oposición interna tenía como caldo del cultivo la omnipresencia militar estadounidense, pero se nutría no en menor medida de la crisis del singular —y cada vez más matizado— Estado del bienestar saudí y de la corrupción, la venalidad y la incompetencia de muchos príncipes que ocupaban poltronas en el Gobierno y la Administración. El país había compensado muy rápidamente la desaparición de las cuotas exportadoras de petróleo de Irak y Kuwait cuando se produjo la invasión del emirato. Así, en el primer trimestre de 1991, antes de restablecerse el bombeo de los pozos kuwaitíes, Arabia Saudí aportaba casi la tercera parte del abastecimiento mundial de petróleo, y hasta que en el mes de febrero los precios del barril retornaron a los niveles previos a agosto de 1990 (durante la crisis la cotización había trepado a los 40 dólares), la tesorería saudí registró un alza fantástica de sus ingresos en petrodólares.

Pero a partir de entonces, todo fueron dificultades para la economía saudí. Los recortes obligados en la producción de crudo, las sucesivas caídas en los precios del barril y los compromisos armamentísticos adquiridos con Estados Unidos (a mediados de la década, los gastos de defensa absorbían el 35% del presupuesto nacional y el país figuraba entre los diez con mayores gastos militares del mundo) crearon unas dificultades financieras tales que el Reino, por primera vez, hubo de solicitar créditos en el mercado internacional de capitales. La aportación directa al fondo de gastos de la coalición antiirakí había superado los 30.000 millones de dólares. Pero esa cantidad se duplicó con creces al sumársele los gastos por las ayudas y las condonaciones de deuda a países árabes de la coalición, las adquisiciones de armamento de urgencia a Estados Unidos y la movilización de los 67.000 efectivos del Ejército y la Guardia Nacional en el teatro de operaciones.

Asimismo, la partida como consecuencia de la crisis de Kuwait de buena parte de los cientos de miles de residentes extranjeros, emigrados de países árabes y musulmanes, que cubrían las necesidades de fuerza laboral, puso sobre el tapete la necesidad de acometer la saudización de los empleos considerados indignos por una sociedad que se consideraba a sí misma culturalmente superior a las vecinas. El descenso de la renta nacional por habitante, comenzada a comienzos de los años ochenta, se aceleró en los noventa. La Arabia Saudí de la abundancia material supuestamente repartida con equidad, que en el imaginario popular de Occidente se presentaba como un país poco más o menos que habitado exclusivamente por jeques del petróleo, ocupaba en el año 2000 la posición 71 en la tabla del Índice de Desarrollo Humano (IDH) confeccionada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), teniendo por delante a países como Libia, Cuba o Bulgaria.

A finales de la década de los noventa, el Gobierno saudí intentaba enjuagar los déficits y la deuda externa reduciendo el gasto público, pero seguía sin establecer un sistema de fiscalidad directa como demandaba el FMI. Desde el punto de vista egoísta del petróleo, a Riad, de hecho, le interesaba la continuidad de Irak en el ostracismo y la cuarentena, ya que el levantamiento de las sanciones de la ONU y la consiguiente recuperación por ese país de su cuota en el mercado internacional traerían implícita una espectacular reducción de la producción saudí, agravando la evolución decreciente de los ingresos por el hidrocarburo. Elemento menos inquietante pero añadido, en el campo secular y nacionalista los movimientos de oposición centraron su descontento en la inexistencia de garantías constitucionales de los derechos fundamentales, la negación de derechos políticos y la falta de auditoría de los manejos económicos del Gobierno, aspecto relevante en un país donde no había ni hay una frontera precisa entre las arcas del Estado y las de la familia reinante.

Este colectivo opositor, compuesto principalmente por clases medias profesionales e intelectuales, y organizado a través de sendos comités radicados en el Reino Unido y Estados Unidos, pugnaba por unas mayores oportunidades laborales, constreñidas por las colocaciones a dedo, las prebendas y los favoritismos de la casa saudí. A regañadientes, y en señal de correspondencia con el protector norteamericano, el 1 de marzo de 1992 el rey Fahd emitió una serie de decretos que apuntaban al primer esbozo de un Estado de Derecho en Arabia Saudí, que hasta entonces sólo había conocido la Sharía como fuente jurídica. Se promulgó una Ley Básica sobre el Sistema de Gobierno, de hecho la primera Constitución escrita a modo de Carta otorgada por el monarca, que, entre otras novedades, reguló las relaciones entre el poder y los ciudadanos e instituyó una Asamblea Consultiva o Majlis ash-Shura, un órgano que había existido, en una versión más reducida, hacía tres décadas antes de ser suspendido.

Dicha Asamblea, que nada tenía que ver con un verdadero Parlamento con poderes legislativos y que era la máxima concesión que los Saud estaban dispuestos a hacer, no se convocó hasta el 28 de diciembre de 1993. La totalidad de sus 61 miembros (en julio de 1997 fueron aumentados a 90 y en junio de 2001 a 120), seleccionados de entre colectivos tales como hombres de negocios, tecnócratas, periodistas, diplomáticos, intelectuales islámicos y militares, eran de nombramiento real y sus atribuciones iniciales se limitaban a asesorar al Gobierno en cuestiones de política social y económica, y a hacer comentarios de los decretos reales. De esta manera, el Majlis revestía una importancia incluso menor que el Consejo de Altos Ulema, que realizaba una función fiscalizadora de las políticas del Gobierno para que estuvieran en consonancia con la Sharía. El monopolio legislativo del monarca por la vía del decreto-ley se mantuvo intacto, al igual que el sistema informal del gobierno por consenso de un grupo restringido de príncipes. Por lo demás, continuaron rigurosamente prohibidos los partidos políticos y descartadas las elecciones, por tratarse de prácticas "ajenas a la teología islámica".

Esta liberalización cosmética del sistema, lógicamente, no satisfizo las renovadas aspiraciones democráticas de una oposición multiforme y cada vez más contestataria, poniendo la voz más estridente los ulema y jeques afectos al wahhabismo más intransigente, aunque estos sectores estaban mucho menos preocupados por la ausencia de democracia que por la supuesta occidentalización y secularización del país. En cuanto a los shiíes, que agrupaban a un millón de habitantes (el 5% de la población), denunciaron discriminaciones de índole religiosa y económica, y crearon un Comité de Derechos Humanos. La manifestación terrorista de la doble animosidad de Al Qaeda contra la familia real y Estados Unidos arruinó la imagen de Arabia Saudí como un remanso de estabilidad y de seguridad. El 13 de noviembre de 1995 un coche bomba estalló ante la sede en Riad de los consejeros militares de Estados Unidos en la Guardia Nacional y mató a siete personas, cinco de ellas de aquella nacionalidad. El 25 de junio de 1996 otro atentado contra un edificio ocupado por militares en Jobar y próximo a la sede de Saudi Aramco en la contigua ciudad de Dhahrán causó 20 víctimas adicionales, 19 de ellas estadounidenses.

El régimen respondió a estas acometidas practicando arrestos masivos de islamistas y llevando al patíbulo a los sospechosos que la justicia halló culpables. La represión se centró, una vez más, en la minoría shií, pero la principal amenaza procedía de los ambientes sunníes wahhabíes. Los servicios de seguridad rehusaron colaborar con el FBI estadounidense y pidieron que se les dejara hacer su trabajo sin interferencias. El Gobierno, amparándose en la legislación vigente, se negó a que los estadounidenses interrogaran a sospechosos de nacionalidad saudí dentro de las investigaciones abiertas contra Al Qaeda. Para entonces, Abdullah ya llevaba las riendas efectivas del Reino debido a la enfermedad de su hermanastro; se aplicaba, por tanto, la que parecía ser la consigna del príncipe heredero: que los trapos sucios debían lavarse en casa y por los de casa, fuera de la mirada inquisitiva de los extranjeros.

Tal proceder celoso, en opinión de los observadores occidentales, pretendió impedir que se conocieran más datos sobre algo ya evidente: que el Reino, al cabo de dos décadas de patrocinio, con dinero, armas y voluntarios, de los mujahidines de Afganistán y de las guerrillas pakistaníes antiindias en Cachemira, había cebado un nebuloso pero temible entramado de organizaciones extremistas sunníes que entrañaba una gravísima amenaza para Estados Unidos (quien también había alentado a estos grupos en Afganistán contra la URSS), sus aliados europeos, los regímenes árabes conservadores en general y el saudí en particular. Los Saud, de cara a la opinión pública internacional, siempre habían auspiciado la coexistencia pacífica y la cooperación entre el Islam y Occidente. Pero ahora advertían las consecuencias funestas de haber dado alas a grupos extremistas que habían terminado escapando a su control y revolviéndose contra ellos con aviesas intenciones.

El régimen afgano de los talibán, establecido en Kabul en septiembre de 1996 por la fuerza de las armas, fue inmediatamente visto como una criatura ideológica, con su intolerante doctrina deobandi-wahhabí, de los saudíes. Riad brindó además al movimiento que tenía como líder político y espiritual al mullah Mohammad Omar reconocimiento diplomático (sólo Pakistán, por lo demás en excelentes tratos con Arabia Saudí y primer sostenedor material de los talibán, y los Emiratos Árabes Unidos dieron igual paso) y soporte financiero. Agudizando las contradicciones y ambigüedades de su política islámica, Abdullah y sus parientes siguieron asistiendo a los talibán incluso cuando éstos dieron cobijo y trabaron una alianza con bin Laden (luego de ser expulsado de su país de origen en 1992 y de ser privado de la nacionalidad saudí en 1994) y su gente, que no cesaban de lanzar improperios y amenazas contra la casa de Saud. El réprobo y ahora apátrida saudí se estableció en Afganistán en agosto de 1996, poco antes de la victoria de los talibán.

Se sabe que después de los brutales atentados cometidos por Al Qaeda contra las embajadas de Estados Unidos en Kenya y Tanzania en agosto de 1998, el príncipe Turki Al Faysal, director del Servicio General de Inteligencia saudí (Al Istajbarat Al Amiyyah) y sobrino de Abdullah, se presentó en la capital espiritual de los talibán, Kandahar, para intentar convencer al mullah Omar de que tenía que expulsar a bin Laden, declarado objetivo militar por Estados Unidos, pero aquel no sólo rechazó lo que se le pedía, sino que se permitió insultar a sus hasta ahora patrocinadores. Agraviados y frustrados, los Saud decidieron cortar lazos con los talibán, pero sin llegar a romperlos del todo.


4. Regente de hecho por la enfermedad de Fahd e incertidumbres dinásticas

Entre los zarpazos terroristas de Riad y Dhahrán se produjo el sobresalto en el trono que elevó a Abdullah al primer plano del protagonismo El 30 de noviembre de 1995, Fahd, ya adentrado en la séptima década de vida al igual que su hermanastro un año más joven, fue hospitalizado de urgencia atacado por una apoplejía que lesionó sus facultades físicas e intelectuales de manera irreversible. El accidente cerebrovascular se complicó con una diabetes y con una artrosis de rodilla, y además acarreó al monarca pérdidas de memoria. La junta familiar decidió entonces que Abdullah asumiera las tareas ejecutivas con carácter interino a partir del 1 de enero de 1996. El 21 de febrero Fahd retomó oficialmente las funciones regias y gubernamentales, aunque lejos de estar restablecido. De hecho, nunca lo haría. Desde entonces, el rey permaneció sumido en una convalecencia crónica que fue degenerando con los años, hasta sumirse en un estado neurofisiológico que podía calificarse de semivegetativo. Incapacitado y, a partir de 1999, ausente del país por largos períodos de tiempo, Fahd se mantuvo parcialmente apartado de la actividad pública y más aún de la política. Abdullah se convirtió en el regente y el jefe del Estado de hecho.

Ahora bien, la prominencia adquirida por Abdullah a causa de la enfermedad de Fahd estuvo rodeada de rumores negativos. Tanto la reasunción de las funciones regias en febrero de 1996, que se antojó precipitada, como el aparente descarte de la abdicación apuntaron a la existencia en la vasta familia real de serias disensiones sobre la oportunidad de una sucesión a corto plazo y sobre la identidad del próximo rey. En otras palabras, surgieron dudas en relación con la entronización automática de Abdullah, tal como estaba estipulado, si su hermanastro moría. Todo indicaba que los hermanos de Fahd con misma madre, el llamado clan Sudairí, el más proestadounidense de la rama familiar Faysal, no venían con buenos ojos el ascenso de Abdullah al trono. Por otro lado, entre sus decretos de 1992 Fahd había prescrito que, comenzando con el heredero de Abdullah, el trono correspondiera al príncipe que el monarca de turno juzgara como el más apto para reinar.

Esta meritocracia, de concretarse, podía suponer la desaparición de los últimos vestigios del principio paternofilial que hasta la fecha había respetado el linaje en segunda generación del fundador del Reino, sobrevivido a finales del siglo XX por 25 hijos príncipes, el más joven los cuales, Hamud, había nacido en 1947. En otras palabras, adquirían opciones al trono los nietos de ibn Saud, lo que incluía a los hijos de Fahd y de sus hermanos más enaltecidos, y también a los hijos de Abdullah, sólo que éstos no gozaban del poder y la influencia alcanzados por los vástagos del clan Sudairí. Aunque esta previsión dejaba intactos los derechos dinásticos de Abdullah, su mera constancia no contribuía a disipar la incertidumbre política.

Los seis hermanos menores de Fahd formaban un grupo de poder exclusivo, príncipes mutuamente solidarios distinguidos por su prooccidentalismo y que se las habían arreglado para ocupar puestos encumbrados en el Gobierno y la Administración. Los más conspicuos eran tres: Sultán, la tercera persona del Reino en tanto que ministro de Defensa desde 1962, y viceprimer ministro segundo y teórico segundo en la línea de sucesión desde 1982, amén de jefe del Consejo Supremo de Asuntos del Petróleo y los Minerales (SPMAC); Nayif, ministro del Interior desde 1975; y, Salmán, gobernador provincial de Riad desde 1962. En este trío de capitostes, secundado por los demás hermanos Sudairí, quienes ocupaban un escalón de poder más bajo, los observadores apreciaban la determinación de prolongar el reinado de Fahd hasta el final.

Más aún. Medios de comunicación y expertos regionales se hicieron eco de que entre el 4 y el 6 de diciembre de 1995, con Fahd hospitalizado de resultas del ataque cerebral y aprovechando que Abdullah se encontraba en Mascate, Omán, participando en una cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), Sultán convocó a los ulema del Reino para solicitarles su aquiescencia a una decisión personal que suponía, de hecho, el golpe de Estado: la destitución de Abdullah al frente de la Guardia Nacional y su apartamiento de la primacía en la línea sucesoria, dignidad que reclamaba para sí mismo.

Estas fuentes aseguran que los líderes religiosos rehusaron bendecir semejantes mudanzas y que Abdullah, cuyo punto débil radicaba en que no tenía hermanos maternales ni un clan incondicional de familiares en que apoyarse para contrarrestar el poder de los Sudairí, se apresuró a poner en estado de alerta a los 57.000 efectivos de la Guardia Nacional y a confirmar la lealtad de las tribus beduinas, dando a entender a sus hermanastros que si lo que pretendían era quebrar el orden establecido de la sucesión y colocar a Sultán en el trono, creando una nueva dinastía Faysal-Sudairí basada en el linaje maternal, el precio a pagar sería la guerra civil. Como en todo lo que afectaba a sus asuntos y más cuando estallaban los desacuerdos y las porfías, la familia real intentó llevar toda esta crisis con el máximo de los secretismos.

Cabe afirmar que la impugnación a Abdullah por parte de Sultán en 1995, tanto si se trató de un verdadero intento de defenestración como de una maniobra para achicar su coto de poder, fue alentada por la Ley Básica de 1992, que, pretendiendo institucionalizar la condición de los monarcas saudíes como descendientes directos de ibn Saud, arrojó un poso de confusión sobre la herencia regia de Abdullah, hasta entonces no seriamente cuestionada, pero, sobre todo, cubrió de incertidumbre los derechos dinásticos del ambicioso Sultán, al que su hermanastro bien podía apartar de la sucesión si, amparándose en la ley, lo consideraba oportuno. Sólo entre los hijos de Faysal, Fahd, Sultán y Salmán ya salían una decena larga de príncipes muy bien educados, cosmopolitas y experimentados en el desempeño de las más altas responsabilidades públicas, civiles o militares del Reino, todos los cuales eran teóricos candidatos a la sucesión de su tío Abdullah cuando llegara el momento.

Por parte del difunto Faysal descollaban Saud, competente ministro de Exteriores desde 1975, muy apreciado en Estados Unidos y Europa, y el ya citado Turki, que como responsable del Istajbarat había diseñado la estratega de la difusión del wahhabismo en Asia central y Oriente Próximo; por parte de Fahd, destacaban Saud, subdirector del Istajbarat, y Muhammad, gobernador de la Provincia Oriental; por Sultán se solía citar a Bandar, embajador en Washington desde 1984, y a Jalid, viceministro de Defensa; por Salmán aparecía Sultán, teniente coronel de la Fuerza Aérea.

La progenie de Abdullah no poseía ni con mucho la prestancia institucional de los primos. El príncipe tenía ahora mismo siete esposas conocidas y se había divorciado de otras dos, con todas las cuales había alumbrado descendencia, al menos 20 hijas y 15 hijos. Los varones más conocidos eran Jalid, Mitab, Abdulaziz y Faysal. Los dos últimos, hijos de una de las esposas repudiadas, Aida Al Fustuq, ejercían funciones como consejeros en el Gabinete de su padre. Mitab, subcomandante de la Guardia Nacional, mano derecha y retoño favorito, fruto de su matrimonio con Anud bint Jalid bin Sattam Ash Shalam, estaba considerado un competente militar profesional cuya personalidad bien perfilada le incluía en la lista, tan amplia como especulativa, de teóricos herederos al trono.

Abdullah aprovechó su estatus reforzado de poder para profundizar las relaciones con los países musulmanes de la región. La estrategia cosechó espectaculares resultados por el lado iraní; el 23 de marzo de 1997, aprovechando su coincidencia en la cumbre extraordinaria de la OCI en Islamabad, el príncipe sostuvo un histórico encuentro con el presidente de la República Islámica, Ali Akbar Hashemi Rafsanjani, y el 16 de mayo de 1999 recibió en Jeddah a su sucesor, el también clérigo y aperturista Mohammad Jatami, en la que fue la primera visita de un jefe de Estado iraní desde la revolución de 1979. El 17 de abril de 2001 se plantó otro hito en las relaciones bilaterales con la firma en Teherán por el ministro del Interior, Nayif Al Saud, de un acuerdo de seguridad irano-saudí. En añadidura, el 11 de octubre de 2000 el Reino acogió otra visita que años atrás habría parecido impensable, la del dictador libio Muammar al-Gaddafi, si bien en 2003 los dos dirigentes mantuvieron un duro enfrentamiento durante la cumbre de la Liga Árabe en la ciudad-balneario egipcia de Sharm El Sheij y en diciembre de 2004 Riad retiró a su embajador en Trípoli tras conocer detalles sobre un presunto plan del rencoroso líder libio para asesinarle.

Fuera del ámbito regional, Abdullah realizó en octubre de 1998 una gira que le llevó por Estados Unidos, Francia, Reino Unido, China y Japón, y que estuvo orientada a captar inversiones privadas y a corregir su imagen mediática de amigo reluctante de Occidente. Y para desmentir que fuera un tradicionalista conservador, permitió que le fotografiaran calzando zapatillas deportivas y vestido con camisas floreadas, estampa nunca vista en un mandamás de la realeza saudí, tan difícil de imaginar sin los correspondientes bisht —el manto de beduino que envuelve el cuerpo hasta los pies—, thawb —la camisa blanca ajustada al cuello—, ghutra —el pañuelo largo, también blanco o bien ajedrezado en rojo, que cubre la cabeza y que es ceñido a la misma por el igaal o doble cordón circular de color negro— y las sandalias.


5. La dirección del Reino bajo la amenaza de Al Qaeda

Tras la vacancia funcional de Fahd entre enero y febrero de 1996, Abdullah y Sultán soterraron sus discrepancias y la familia real conoció un período de armonía de cara al exterior. Sin embargo, un lustro más tarde, los catastróficos atentados perpetrados por Al Qaeda 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, al igual que la crisis de Kuwait una década atrás, vinieron a trastornar de arriba a abajo las pautas de una dictadura dinástica que habría querido perpetuarse en el poder absoluto sin cambiar nada en el interior y ofreciendo un muro blindado a toda perturbación del exterior. Pero ahora, sin embargo, descubría que tenía al enemigo, y muy deletéreo, metido directamente en casa, entre su propia gente.

Días antes de la hecatombe del World Trade Center, el 31 de agosto, en una oportuna anticipación a lo que se le venía encima, Abdullah obligó a dimitir a su sobrino Turki Al Faysal al frente del Istajbarat. Se rumoreó que Abdullah, sometido a crecientes presiones desde Washington, había "descubierto" que el príncipe seguía manteniendo contactos con personas allegadas a Osama bin Laden, quien no era sino un antiguo lugarteniente durante la campaña de la jihad en Afganistán y al que ahora se le querría ver muerto antes que capturado por los estadounidenses, a los que podría revelar informaciones altamente comprometedoras para los Saud. Otras fuentes desmintieron aquella versión y relacionaron el cese del ambiguo príncipe Turki con la pugna entre Abdullah y Sultán, ya que Turki se había puesto del lado del segundo; por el contrario, su hermano, el ministro de Exteriores Saud, estaba firmemente alineado con el mayor de los tíos. Abdullah deseaba extender su esfera de influencia al aparato de inteligencia del Reino, hasta ahora próximo a Sultán, máxime en un momento delicado por la amenaza que entrañaba la red de bin Laden.

Así que se aseguró de que Fahd, quien no se sabía muy bien si conservaba el albedrío o si se limitaba a firmar los decretos que le ponían delante, nombrara como nuevo director del Istajbarat a un príncipe con un perfil político débil, susceptible de ser controlado. El escogido fue un hermanastro de los tres, Nawaf, un septuagenario en ciernes que antes se había desempeñado de ministro de Finanzas. En cuanto a Turki, no cayó en desgracia, aunque se le apartó al exterior, confiándosele una serie de misiones diplomáticas de alto nivel; en 2002 iba a ser nombrado embajador en el Reino Unido y tres años después embajador en Estados Unidos. Otro escrutinio de los entresijos saudíes aventado en 2001 concluía que Abdullah ya tenía decidido que Sultán nunca sería rey y que estaba trazando un plan para promover al segundo puesto en la línea sucesoria a un sobrino muy joven, el príncipe Abdulaziz, de 31 años, hijo predilecto de Fahd y ministro de Estado en el Gobierno. Se trataba de una elucubración merecedora de ser tratada con todas las reservas, ya que en el transcurso de los años las abundantes especulaciones sobre cismas inminentes en la casa de Saud no se habían materializado y, al final, el consenso siempre había prevalecido.

El descubrimiento de que 15 de los 19 terroristas suicidas que en el 11-S habían secuestrado cuatro aviones de pasajeros y hecho estrellar tres contra las Torres Gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono en Washington eran de nacionalidad saudí hizo crujir el pacto estratégico, con más de medio siglo de vida, de los Saud con Estados Unidos. Entre los ideólogos neoconservadores de la Casa Blanca, ocupada por el republicano George W. Bush (cuya familia, por cierto, había mantenido con los Saud unas brumosas relaciones al socaire de los negocios petroleros) desde el mes de enero, se abrió camino la idea de que las élites sunníes de Arabia Saudí, a fin de cuentas unos integristas tanto si predicaban el odio contra Estados Unidos como si alababan el encuentro y la cooperación entre civilizaciones, ya no eran unos aliados fiables, siendo necesario encontrar unos sustitutos que bien podrían ser los minoritarios shiíes. Claro que declarar desacreditados a los Saud y apostar por un nuevo puntal proestadounidense en la región era una operación de enorme complicación y envergadura, que, tal vez, podría traer más perjuicios que beneficios.

Cuando Bush declaró la guerra global contra el terrorismo islamista, desarrollada bajo el nombre genérico de Operación Libertad Duradera, y recabó la formación de una gran coalición internacional, las monarquías del Golfo en general y la saudí en particular fueron instadas a colaborar sin reservas en los operativos de búsqueda y captura de los culpables de los atentados 11-S, que Riad no dejó de condenar con toda contundencia. A través de Abdullah, Sultán y Saud, el Gobierno saudí hizo saber que estaba listo para prestar toda la ayuda que estuviera en su mano para someter a los terroristas ante un tribunal penal. Pero frente a la solicitud de la implicación de sus instalaciones aeroportuarias en la primera fase militar de Libertad Duradera, a saber, la destrucción de la infraestructura de Al Qaeda en Afganistán y de paso el derrocamiento del régimen talibán, Riad se sumió en una indecisión recelosa.

Y es que en su guerra total contra el terrorismo, Estados Unidos, resuelto a ajusticiar a quienes eran capaces de asesinar a 3.000 ciudadanos en su mismo territorio, se reservaba el derecho de atacar tanto a los terroristas propiamente dichos como a sus amparadores internacionales, allá donde se encontraran. Con sus presiones, la Administración Bush colocó a los Saud contra su propio muro de contradicciones ideológicas flagrantes, realidad que hasta hacía bien poco tanto propios como extraños no habían sabido o querido ver.

Los sucesivos rechazo, aceptación y, de nuevo, rechazo del Gobierno saudí a convertir la ultramoderna base de utilización conjunta Príncipe Sultán, sita en Al Jarj, a 80 km al sur de Riad —donde estaban destacados 4.500 soldados estadounidenses y algunas decenas de aviones estadounidenses, británicos y franceses dedicados a patrullar el área de exclusión aérea del sur de Irak— en el cuartel general de las operaciones contra Afganistán, se fundamentaban en el miedo cerval a que la colaboración en el ataque antitalibán desatara una oleada de descontento popular, inestabilidad y terrorismo en el Reino, donde una gran parte de la población seguía sin asimilar la presencia de "tropas infieles" y donde bin Laden, ahora en el cenit de su siniestra popularidad, por mucho que intentara taparlo el régimen, contaba con una legión de seguidores y simpatizantes.

Oscilando entre el ánimo colaborador y la reluctancia en la lucha contra el terrorismo capitaneada por Estados Unidos, pero en ningún momento entusiastas, Abdullah y los príncipes —y en ésto los Saud volvieron a mostrarse unidos como una piña, ya que lo que estaba en juego era la supervivencia de su poder absoluto y aún el mismo poder— asumían que el monstruo de Al Qaeda se había puesto en marcha como resultado de la llegada de las tropas occidentales en 1990, tropas que en el caso de las norteamericanas habían venido para quedarse. Seguramente, en su razonamiento existía el convencimiento de que si ahora volvían a ser la retaguardia de la invasión de un país musulmán con el que además existían especiales lazos, ya últimamente cultivados a título personal por príncipes y jeques pero aún importantes, y que era visto con simpatía por muchísimos saudíes, se exponían a soliviantar peligrosamente a los ultraortodoxos del Reino y a sembrar la semilla de nuevos bin Laden.

El 25 de septiembre de 2001 Riad anunció la ruptura de las relaciones diplomáticas con el Gobierno talibán, medida básicamente simbólica después de haber retirado ya a su personal diplomático de Kabul pero no por ello menos importante, ya que entrañaba reconocer una verdad clamorosa, la hibridación entre los talibán y Al Qaeda, y dejar a su entera suerte al fanático régimen de los clérigos-soldados. La aviación anglo-estadounidense comenzó las hostilidades en Afganistán el 7 de octubre, y para entonces el Mando Central de Estados Unidos (USCENTCOM) ya sabía que no iba a poder contar con los medios de Príncipe Sultán, al menos por el momento.

La campaña de Afganistán, concluida en su primera fase bélica entre mediados de noviembre, con la conquista de Kabul por la Alianza del Norte antitalibán, y el colapso total del régimen del mullah Omar un mes después, con la caída de Kandahar y la instalación en la capital de la administración interina de Hamid Karzai, fue recibida como un desastre en Riad, donde podía tenderse a culpar exclusivamente a bin Laden (como Omar, dado a la fuga y en paradero desconocido) de todo lo sucedido. Lo cierto era que las bases, centros de operaciones y demás facilidades disponibles en las restantes monarquías del Golfo, Djibouti, la isla de Diego García y Pakistán, así como su flota de portaaviones en el Índico, brindaban a Estados Unidos unos medios alternativos que convertían a Príncipe Sultán y las otras instalaciones saudíes en unos recursos no imprescindible para la campaña afgana, así que la Administración Bush se esforzó en arrancar de Abdullah una asistencia en el terreno donde su país sí podía ser decisivo para el estrangulamiento de Al Qaeda

Lo que sí debía hacer Riad era terminar con las actitudes esquivas y reconocer que en el Reino pululaban activistas de bin Laden y que los atentados del 11-S no habrían sido posibles sin el apoyo logístico, económico e ideológico saudí; asumido ésto, el Gobierno tenía que desarticular las posibles células de Al Qaeda montadas en el país e investigar hasta sus últimas consecuencias las poco menos que evidentes conexiones entre ciertos notables del Reino y la red subversiva del prófugo internacional. Para ponerle las cosas más fáciles a Abdullah, ya que tampoco pretendía segarle toda la hierba bajo sus pies y a fin de cuentas seguía apostando por propiciar reformas políticas —harto cicateras, eso sí—, Washington accedió a la petición saudí de iniciar conversaciones encaminadas a reducir su presencia militar en el país. El 25 de abril de 2002 el príncipe heredero visitó a Bush buscando recobrar un poco de confianza en las relaciones bilaterales, que atravesaban el peor momento de su historia.

Poco antes, el 17 de febrero, Abdullah propuso un plan de paz integral para Oriente Próximo con una voluntad sinceramente constructiva, ya que el proceso de Oslo estaba destruido desde el estallido en octubre de 2000 de la llamada por los palestinos intifada de Al Aqsa, que sumió a los territorios autónomos y ocupados de Cisjordania y Gaza en una vorágine de violencia, muerte y destrucción. Abdullah tenía muy presente que la perpetuación del conflicto en Palestina y los padecimientos de su población árabe alimentaban el extremismo islamista y el odio contra Estados Unidos en Oriente Próximo. Y todo lo que supusiera restar argumentos a bin Laden y sus secuaces iría en beneficio de la monarquía saudí.

Acogido muy positivamente, si no con entusiasmo, por Estados Unidos, la Unión Europea, la Liga Árabe, la ONU y algunos dirigentes israelíes, el plan de Abdullah ofrecía a Israel el establecimiento de "relaciones normales" con todos los estados miembros de la Liga (únicamente Egipto y Jordania mantenían relaciones diplomáticas normales con el Estado judío) a cambio de la vuelta a las fronteras de 1967, lo que suponía la retirada israelí de toda Cisjordania, Gaza y los Altos del Golán sirios, así como la desanexión de Jerusalén oriental. Antes de completarse la evacuación militar debería haberse alcanzado un alto el fuego sólido en los territorios palestinos. Al final del proceso, se proclamaría el Estado palestino con capital en Jerusalén oriental, si bien Israel continuaría controlando el Barrio Judío de la Ciudad Vieja.

La diplomacia saudí se apuntó un tanto con la convocatoria de una cumbre extraordinaria de la Liga dedicada a debatir la proposición de Abdullah, que, más allá del nunca aplicado Plan Fahd de 1981, hablaba explícitamente de brindar el reconocimiento en bloque a Israel, cosa jamás escuchada por el Estado judío de labios del cabeza de un Estado de la Liga y que como iniciativa panárabe tampoco tenía precedentes. El 27 y el 28 de marzo de 2002 se celebró en Beirut la cumbre, pero las ausencias de Arafat, sitiado por el Ejército israelí en su semiderruido cuartel general de Ramallah, y de nada menos que diez jefes de los 22 estados miembros, entre ellos líderes tan relevantes como el egipcio Mubarak y el rey jordano Abdallah II, devaluaron grandemente las expectativas de que de la capital libanesa pudiera salir algo más que declaraciones, como así fue.

Aunque el plan de Abdullah fue endosado por las delegaciones nacionales, el mal ambiente reinante como consecuencia del enfado general por la política cerradamente proisraelí de Estados Unidos, la solidaridad de egipcios y jordanos con el humillante confinamiento de Arafat, y el total desinterés del primer ministro israelí, Ariel Sharon, convirtieron el histórico ofrecimiento saudí en papel llevado por el viento. La emergencia de la siguiente crisis regional en el segundo semestre de 2002, la pretensión de Estados Unidos de invadir Irak y de derrocar el régimen saddamista con los pretextos de que había burlado las obligaciones impuestas por la ONU tras la derrota en Kuwait —y, últimamente, tomado el pelo a la misión de inspectores que estaba intentado verificar in situ la proclamada eliminación de sus armas de destrucción masiva—, y que no se podía correr el riesgo de una funesta alianza entre Bagdad y Al Qaeda, debió producir en Abdullah y sus familiares sentimientos encontrados.

Por una parte, los Saud no derramarían una sola lágrima por la liquidación de quien desde 1990 venía siendo una amenaza latente (aunque, constreñido por las sanciones de la ONU y militarmente cercado, tampoco parecía que Saddam constituyese un peligro intolerable para el Reino), pero, por otra parte, pesaba el profundo desagrado que producía ser testigos de otro ataque de la superpotencia norteamericana y de sus aliados europeos, esta vez a gran escala, contra un Estado musulmán y de paso árabe. Además, la guerra en ciernes podía crear más tensiones, resentimientos antioccidentales y expresiones de violencia integrista en una región ya demasiado caldeada.

Toda vez que Estados Unidos y el Reino Unido estaban resueltos a hacer la guerra contra Irak de manera unilateral y con un soporte de legalidad más que dudosa, sin esperar a la autorización expresa del Consejo de Seguridad de la ONU y con la oposición de grandes potencias como Francia, Alemania, Rusia y China, Arabia Saudí sumó su postura a la de la mayoría árabe y declaró que sólo apoyaría el ataque si la ONU emitía una luz verde bien clara; de lo contrario, en palabras del ministro de Exteriores Saud, se estaría ante una "guerra de agresión", máxime tratándose el objetivo de un "país hermano". Riad enfatizó a Washington que tenía vedadas las instalaciones militares en su territorio para la llamada Operación Libertad Irakí, y que las bases sólo estaban a su disposición, y con restricciones, para las misiones de guerra de baja intensidad en Afganistán en el contexto de la Operación Libertad Duradera. A principios de marzo de 2003, cuando la conflagración parecía inminente, Abdullah y otros líderes árabes impulsaron una salida de la crisis consistente en la dimisión y el exilio voluntarios del dictador irakí, o, como último recurso, el golpe de Estado perpetrado por generales convenientemente incentivados.

Como tantas iniciativas árabes de pacificación condenadas a fracasar y a ni siquiera ser atendidas, Saddam no movió pieza mientras que la Administración Bush ultimó los preparativos bélicos. La invasión de Irak comenzó el 20 de marzo y en el vigesimoprimer día de la guerra vino el colapso del régimen con la toma del centro de Bagdad por las tropas estadounidenses y la fuga y ocultación de todos los dirigentes baazistas. Casualidad o no, la recién declarada posguerra irakí, caótica y violenta, puso telón de fondo a una nueva arremetida del terrorismo integrista en el corazón del Reino: el 12 de mayo de 2003 un triple atentado suicida en Riad acabó con la vida de 35 personas, entre ellas nueve estadounidenses e incluidos los nueve terroristas. La brutal reaparición de —no se tenía ninguna duda— Al Qaeda en suelo saudí se produjo pocas horas antes de iniciar su visita el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, con el consiguiente y tremendo embarazo de los anfitriones.

Pero el mensaje lanzado por bin Laden a Abdullah y sus familiares no podía soslayarse: a sus ojos, la monarquía de los Saud estaba irremisiblemente corrompida y, por si quedaba alguna duda, era un objetivo a batir. La percepción de que Al Qaeda pretendía desestabilizar el régimen se vio fortalecida por la sugerencia de la propia Policía saudí de que una célula terrorista recién desarticulada cerca de la capital planeaba asesinar a los príncipes Sultán y Nayif. Ante esta situación, que clamaba contra el final de cualquier contemporización o ambigüedad con la gente de bin Laden, Abdullah resolvió acelerar dos procesos que ya había emprendido después de los atentados del 11-S (en el segundo caso, apenas hacía unos días): las reformas políticas y económicas, y la salida de las tropas estadounidenses. El desalojo de la base Príncipe Sultán, aceptado por Estados Unidos como un m